jueves, 16 de septiembre de 2010

KILLA - FRANCISCO IZQUIERDO RÍOS: Literatura chalaca

KILLA - FRANCISCO IZQUIERDO RÍOS: Literatura chalaca

Literatura chalaca


RICARDO PALMA. "El bibliotecario mendigo"

Nacido en Lima, en 1833, Ricardo Palma aplicó la versatilidad de su talento en diversos géneros, pero se le reconoce como el tradicionista. Desde muy joven bebió de los clásicos españoles y estuvo a punto de perecer en el naufragio sufrido por el transporte Rímac, en 1855. Interesado por la política, brindó su adhesión a los liberales.

Desterrado a Chile por haber sido implicado en una conspiración contra el presidente Castilla, regresó al cabo de tres años; y nombrado cónsul en Pará, hubo de viajar hasta Europa. A su vuelta como funcionario del Ministerio de Guerra, asistió al combate librado en el Callao, en 1866. Allí peleó al lado de José Gálvez en la torre de la merced del Castillo Real Felipe, de donde salva de morir, al dejar dicho lugar para dirigirse a enviar un telegrama. En ese lapso de tiempo, la torre es bombardeada, matando a Gálvez.

También Palma militó en la revolución iniciada en Chiclayo por el coronel José Balta, a cuyo lado actuó como secretario durante la campaña y durante sus cuatro años de gobierno. A la muerte de éste y desengañado de la política, optó por abandonarla. Durante la guerra con Chile, incorporóse a la reserva y luchó en la batalla de Miraflores. Evacuada la capital por el invasor, pidióle el gobierno que asumiera la dirección de la Biblioteca Nacional, en 1884, saqueada por las tropas acuarteladas en sus salas. Sólo se apartó de su cargo, cuando en 1892 viajó a España para concurrir a la celebración del IV Centenario del Descubrimiento de América; y al renunciar, porque el gobierno había usurpado atribuciones que le competían, retiróse a Miraflores en 1912, en busca de sosiego.

En medio del reconocimiento internacional, expiró en 1919, dejando una obra duradera para gloria y regocijo de las letras peruanas. Sus “Tradiciones Peruanas” han merecido el calor de la simpatía popular, por la amenidad y la felicidad con que presentan episodios del pasado nacional, contemplado bajo el cristal de sus ideas liberales y republicanas, con amable sonrisa en los labios y un estilo conciso y juguetón. Entre sus obras destacan: “Rodil” (1851) drama, “Poesías” (1855), “Armonías” (1865), “Pasionarias” (1870), “Verbos y gerundios” (1877), “Filigranas” (1892), que expresan los sentimientos románticos o su actitud burlona ante ciertos aspectos de la realidad peruana; “Neologismos y Americanismos” (1893) y “Papeletas lexicográficas” (1903), enderezadas a lograr la legitimación de los regionalismos americanos, “Anales de la inquisición de Lima” (1863), “La bohemia de mi tiempo” (1886) y diversos estudios realizados que inciden en los campos de la crítica.

“CALLAO” Y “CHALACO”

Ha vuelto a ponerse sobre el tapete de las disquisiciones la cuestión relativa al origen de las voces Callao y Chalaco. En 1885 los diarios El País y El Callao me compelieron a emitir una opinión. Dije por entonces: “Sin humos de maestro o de autoridad en asuntos de historia patria, voy ligeramente a borronear lo que, como resultado de mi afición a ese género de estudios, he alcanzado a obtener sobre la fundación del primer puerto de la República y origen de su nombre. Lleno así el deber de contribuir, siquiera sea con un dato, al esclarecimiento de puntos obscuros de nuestro pasado colonial. Dejo la cuestión en pie y para que otros digan la palabra final, limitándome a acumular hechos y noticias que acaso sean de provecho para la juventud estudiosa, y sobre los datos que a granel exhibo, otro podrá ir más adelante en la investigación.” He aquí el artículo que publiqué por entonces.

I DATOS PRELIMINARES

Que hasta dos años después de la fundación de Lima no fue el Callao más que humildísima ranchería de pescadores, lo comprueba el acuerdo que celebró el Cabildo de los Reyes el 6 de mayo de 1537, en virtud del cual dio licencia a Diego Ruiz, español, para que edificase un tambo o mesón de paredes sólidas. En 1555 llegó a haber hasta seis casas de ladrillos y adobes, cinco bodegas o almacenes del mismo material y gran crecimiento en la ranchería de Pitipití. El 20 de septiembre de este año, y a petición de Juan de Astudillo Montenegro, nombró el Cabildo a Cristóbal Garzón para el cargo de alguacil del puerto, y en 21 de octubre regularizó el repartimiento de solares, señalando dos para iglesia y casa del párroco.

El Callao empezó a tener carácter formal de población en 1566, pues fue el 25 de enero de ese año cuando el Cabildo de Lima le nombró un alcalde con funciones en lo civil y en lo criminal. Y tal sería la importancia que fue conquistándose el Callao, que en 1671 el rey le acordó título de ciudad. A mi juicio, debió ser después de 1549 cuando se generalizó el nombre Callao para hablar del puerto vecino, porque autografiada y a la vista tengo una carta de don Pedro de la Gasca a los príncipes de Hungría y Bohemia (Maximiliano y María), gobernadores de España, dándoles cuenta del estado de los asuntos en el Perú.

Este documento está así datado: Puerto de la Ciudad de los Reyes, a 6 de diciembre de 1549. No es argumento que destruya esta opinión mía el que el Palentino, en su Historia de las guerras civiles de los conquistadores, hable del Callao de Lima, pues el minucioso cronista empezó a escribir su libro en 1566, dándole a la estampa en 1571.
El Callao llegó a su apogeo después del tremendo terremoto del 20 de octubre de 1687, en que una salida del mar inundó la ciudad. Entonces fue cuando quedó definitivamente artillada y amurallada en forma triangular, y cuando tuvo el palacio, las siete iglesias y los seis conventos de que habla el virrey conde de Superunda en su Memoria, magnificencias todas que desaparecieron en la ruina del 28 de octubre de 1746. Cuando el primer terremoto (1687), entre vecinos y guarnición contaba el Callao mil ochocientos habitantes, y en 1746, según las relaciones de Llanos Zapata y del capitán don Victorino Montero del Águila, excedían de siete mil quinientos los vecinos.

Durante el sitio mantenido por Rodil en 1825 casi todos los vecinos del Callao se trasladaron a Lima. En el censo de 1832 figura el Callao con sólo dos mil trescientos vecinos, y en el oficial de 1876 con más de treinta y dos mil. A los que deseen mayor copia de datos sobre el Callao antiguo les recomendamos la lectura de la carta-informe del marqués de Obando acerca del terremoto de 1746, y la descripción que de ese puerto escribió en 1785 don José Ignacio Lequanda, contador de la Real Aduana. No menos preciosas páginas noticieras son las del jesuita Bernabé Cobo, que de 1650 a 1653 residió en el Callao, como rector de la casa que allí tuvo la Compañía, y las del erudito limeño Córdova y Urrutia, cuyo libro tiene la importancia de un catálogo de datos curiosos.

II DOS ORÍGENES INACEPTABLES DE LA PALABRA “CALLAO”

Por disposición del conde de Toreno, ministro de Fomento a la sazón, se publicó en Madrid, en 1877, una lujosísima obra de más de mil páginas en folio mayor titulada Cartas de Indias, y de la que el gobierno español envió de regalo un ejemplar a la antigua Biblioteca de Lima. Desaparecido éste en 1881, ha sido reemplazado con otro ejemplar, obsequio del señor don Joaquín J. de Osma. Al final de la obra hay un vocabulario geográfico en el que se lee lo siguiente: “CALLAO (EL).-Así se empezó a llamar el puerto de la ciudad de los Reyes desde los años de 1549, por una pesquería indiana de antiguo establecida en aquel punto.

Callao, en lengua yunga o de la costa, significa cordero.” Afírmelo quien lo afirmare, eso de que Callao significa cordero no merece gastar tinta en refutarlo. Es un testimonio antojadizamente levantado al yunga. Con motivo de esta investigación etnológica, he leído también (y por la primera vez en letras de molde) hace pocos días un nuevo origen de la voz Callao. Dice un articulista, con angelical candor, que viendo Pizarro la mansedumbre de las olas exclamó: - ¡Qué callado es este mar!- y así como Balboa bautizó el mar del Sur con el nombre de Pacífico, nuestro puerto mereció el de Callado, que no lo es, porque bastante ruido mete por el lado de la mar brava. Si Pizarro hubiera sido andaluz y no extremeño, o si entre los primeros conquistadores, en vez de vascos y castellanos, hubiera habido siquiera un centenar de hijos de la tierra de María Santísima, posible es que hubiera lanzado un “-¡Sonsoniche! ¡Y qué Callao es este demonio de mar!”

Lo de que Callao viene de callado no puede, pues, tomarse en serio. Ni a Cieza de León, ni al palentino, ni al jesuita Acosta, ni al agustino Calancha, ni a cronista alguno del siglo XVI se les ocurrió llamar callado al puerto del Callao. Pase tal nombre como un esfuerzo de ingenio, y punto y acápite.

III ¿ES INDÍGENA LA VOZ “CALLAO”?

Hasta 1878 era para mí artículo de fe que la palabra Callao viene de la voz indígena calla o challua (costa y pesca por generalización), y así lo dije por aquellos tiempos a mis amigos los señores Flores Guerra, Alejandro O. Deustua y José Gregorio García, que más de una vez me dispensaron la honra de consultar mi opinión sobre el origen de la voz Callao. Vigorizaba mi creencia la circunstancia de que hoy mismo se da el nombre de cala al acto de la pesca, y para ser lógico tenía que reconocer el mismo origen indígena a la palabra chalaca. Y que estas opiniones mías estaban muy lejos de ser desautorizadas o de no apoyarse en autoridad histórica o lingüística, lo compruebo con las siguientes líneas que copio de la página 28, edición sevillana de 1603, hecha por mandato del Concilio de Lima, de la Gramática del arte aymará. Dicen así: “Otros nombres hay compuestos de dos substantivos, porque en esta lengua no hay nombres adjetivos para significar la materia de que está hecha alguna cosa, como terrenus aureus, etc.; ni hay nombres derivados de ciudades o provincias, como hispalensis, peruvianus, etc., y en lugar de éstos usan los indios de los nombres substantivos, poniendo primero el que significa la materia de la cosa o la ciudad, domus lapidea, calauta (casa de piedra), o bien homo-cuzquensis, cuzco-haque (hombre del Cuzco)”.

Siguiendo esta regla, y denominando chala (costa) al Callao, tendríamos, para designar al hombre allí nacido, challa-haque, del que por corrupción pudo salir chalaco. No falta quien afirme que el nombre chalaco en el departamento de Piura tiene idéntica derivación. Arena se dice también en aymará challacuchal llacu, y como este pueblo está situado en arenales vendría su nombre de chala-lacu (arena), y no de chala (costa) o de challa-haque (hombre de la costa). Alcedo, en su Diccionario geográfico, dice que chalaco es pueblo y asiento de minas en el corregimiento de Piura, y rehuye entrar en explicaciones sobre su nombre.

Desde luego, ni la palabra Callao ni la palabra chalaco pertenecen al quechua, pues no se encuentran en el vocabulario de esa lengua publicado en 1707 por el jesuita González Holguín; ni en el del franciscano Honorio Mossi, impreso en Sucre en 1860; ni en el que publicó el padre Torres Rubio en Roma en 1603; ni en el que se imprimió en 1585 por orden del Concilio limense; ni en el arreglado por Francisco del Canto en 1614. Tampoco se encuentran estas voces en el vocabulario chanchaisuyo del padre Figueredo, impreso en 1700, ni en el yunga del párroco don fernando de la Carrera, impreso en 1644. Aunque Collao tiene alguna semejanza con Callao, hay que advertir que la primera palabra no pertenece al aymará. Esa palabra es derivada de colla (mina) o collo (cerro) en lengua yunga; y el nombre Collao dado a esa región puede aludir a la cadena de cerros y a los minerales que en ellos se encuentran. Este dato viene a probar que existió antagonismo entre los dialectos del antiguo imperio incásico. En el yunga colla es cerro o mina, y en el aymará, con sólo el cambio de una letra es costa o arena, dos voces, rival la una de la otra, como lo fueron los pueblos que hablaron esas lenguas.

IV ¿ES CASTELLANA LA VOZ “CALLAO”?

Ojeando más que hojeando, en 1878, un libro viejo impreso en Londres en 1660, con el título English navigators, encontréme con una relación de las expediciones de los piratas Drake y Cavendish, que como es sabido pasearon por estos mares a su regalado gusto desde 1577 hasta 1588, esto es, cuando el puerto estaba todavía, como si dijéramos, en mantillas. Describiendo la playa dice uno de ellos....: “Composed of the debris of marine shell, nammed Callao.”

Más tarde consulté otra obra en cuatro volúmenes, impresa igualmente en Londres en 1774, con el mismo título English navigators. En ella encontré también un relato de las empresas de sir Drake; pero la descripción del Callao es rapidísima y no hallé repetida aquella noticia. No obstante, mi curiosidad se había despertado y seguí investigando. El jesuita Doménico Coleti, en su Dizionario storico geográfico della America meridionale, impreso en Venecia en 1771, dice: “CALLAO (Callaum, calavia). -Popolazione col titolo di citta avuto nel 1671.

Giorgio Spelberg fece l'assedio nel 1615, e Giacomo Germin, dito il Romito, nel 1624, ma ambidue inutilmente. Era ricca, popolosa e ben fortificata.” El dato carecería de importancia si al latinizar la palabra Callao no la tradujese calavia, que es la voz con que la marinería, en algunos puntos de la costa italiana,
designa al lastre. El Petit Dictionnaire geographique de l'Amerique espagnole, impreso en París en 1712, dice en la página 103: “CALLAO (caillou). - Port principale de Lima, etc.” Para los franceses la voz callao significa guijarro, piedra pequeña; esto es, zahorra o lastre.

El señor Paz Soldán, en su Diccionario de peruanismos, impreso en 1883, consagra un artículo a la palabra Callao. Copiaré lo pertinente: “Aunque la voz Callao no se encuentra en el Diccionario de Salvá ni en el de la Academia, la trae el de Fernández Cuesta, en la acepción de guija, peladilla de río, y también en la de zahorra, que quiere decir lastre. Después de dar las definiciones que preceden, Fernández Cuesta agrega que, en términos de marina, callao quiere decir una de las calidades de fondo y de playa, acepción que parece decisiva en favor de la etimología. Es igualmente voz portuguesa callao, que vale guijarro, y no falta quien derive callao de la voz griega xalix, que significa lapillus, caxl silex, caemente. Todas las acepciones de Callao que dejamos registradas concurren en la descripción que del Callao hace el padre Bernardo Torres en su crónica Agustina, publicada en Lima en 1667. Dice: Su playa limpia, pedregosa, muy útil para lastrar las naves que entran y salen del continente.”

V CONCLUSIÓN

Minuciosa investigación hemos hecho por averiguar si antes de 1747 se designó con el nombre de chalacos a los vecinos del puerto. Ni en libro ni en documento alguno hemos hallado escrita tal palabra, sino con posterioridad al año del famoso terremoto, lo que hasta cierto punto es argumento contra la creencia de que chalaco es corrupción de la voz indígena challahaque (hombre de la costa).

Para la construcción del actual Callao, por ruina del antiguo a consecuencia del terremoto e inundación de 1746, se emplearon, en calidad de peones y albañiles, negros esclavos de la tribu o cofradías de los chalas. Dícese que los limeños, para burlarse de los nuevos pobladores del puerto, dieron en llamarlos chalas y chalacos. Este origen no pasa de ser una tradición o conseja popular, y por lo tanto no puede ser considerado seriamente. Y como no sé más en relación con las voces callao y chalaco, ni he de echarme por los espacios de la fantasía a rebuscar orígenes, pongo punto final a estos renglones.

CONVERSIÓN DE UN LIBERTINO.

Un faldellín he de hacerme de bayeta de temblor, con un letrero que diga: ¡misericordia, Señor!
(Copla popular en 1746) En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso.
I

Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja. Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de los de abajo.

Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta. Para gallo sin traba, todo terreno es cancha. El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido con otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para levantar del suelo, con la boca y sin auxilio de las manos, un cacharro de aguardiente. A la vez, y llevando el compás con palmadas cantaban los circunstantes: Levántamelo, María; levántamelo, José; si tú no me lo levantas yo me lo levantaré.

¡Que se quema el sango! ¡No se quemará, pues vendrán las olas y lo apagarán! Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la bailarina más asquerosamente lúbrica en sus movimientos. Eso era para escandalizar hasta a un budinga. Con decir que la jarana era de las llamadas de cascabel gordo, ahorro gasto de tinta.

La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que, nacido en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bien es indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la pareja que lo baila, puede tocar en los extremos: o fantásticamente espiritual o desvergonzadamente sensual; habla al alma o a los sentidos. Todo depende de la almea. Refieren que un arzobispo vio de una manera casual bailar la mozamala, y volviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó: -¿Cómo se llama este bailecito? -La zamacueca, ilustrísimo señor. -Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de la carne.

II

Acababan de picar a bordo del navío de guerra San Fermín (construido en 1731 en el astillero de Guayaquil, con gasto de ochenta mil pesos) las diez y media de la noche, cuando un ruido espantoso, acompañado de un atroz sacudimiento de tierra, vino a interrumpir a los jaranistas. Pasado éste, y sin cuidarse de averiguar lo ocurrido en la población, volvió aquella gentuza a meterse en el chiribitil y a continuar el fandango.

Un cuarto de hora después Juan de Andueza, que había dejado su caballo a la puerta del lupanar, salió para sacar cigarros de la bolsa del pellón, y de una manera inconsciente dirigió la mirada hacia el mar. El espectáculo que éste ofrecía era tan aterrador, que Andueza se puso de un brinco sobre la silla, y aplicando espuela al caballo, partió al escape, no sin gritar a sus compañeros de orgía: -¡Agarrarse, muchachos, que el mar se sale y apaga el sango!

En efecto, el mar, como un gladiador que reconcentra sus fuerzas para lanzarse con mayor brío sobre su adversario, se había retirado dos millas de la playa, y una ola gigantesca y espumosa avanzaba sobre la población. De los siete mil habitantes del Callao, según las relacione del marqués de Obando, del jesuita Lozano y del ilustrado Llano Zapata, no alcanzó al número de doscientos el de los que salvaron de perecer arrastrados por las olas.

El terremoto, habido a las diez y media de la noche, ocasionó en Lima no menores estragos; pues de setenta mil habitantes quedaron cuatro mil sepultados entre las ruinas de los edificios. “En tres minutos -dice uno de los escritores citados- quedó en escombros la obra de doscientos once años, contados desde la fundación de la ciudad.” Aunque los templos no ofrecían seguro asilo, y algunos, como el de San Sebastián, estaban en el suelo, abriéronse las puertas de las principales iglesias, cuyas comunidades elevaban preces al Altísimo, en unión del aterrorizado pueblo, que buscaba refugio en la casa del Señor.

Entretanto, ignorábase en Lima el atroz cataclismo del Callao, cuando después de las once, un jinete, penetrando a escape por un lienzo derrumbado de la muralla, cruzó el Rastro de San Jacinto y la calle de San Juan de Dios, y viendo abierta la iglesia de la Merced, lanzóse en ella y llegó a caballo hasta cerca del altar mayor, con no poco espanto del afligido pueblo y de los mercedarios, que no atinaban a hallar disculpa para semejante profanación. Detenido por los fieles el fogoso animal, dejóse caer el alebronado jinete, y poniéndose de rodillas delante del comendador, gritó: -¡Confesión! ¡Confesión! ¡El mar se sale! Tan tremenda noticia se esparció por Lima con velocidad eléctrica, y la gente echó a correr en dirección al San Cristóbal y demás cerros vecinos. No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan infinita.
El virrey Manso de Velazco estuvo a la altura de la aflictiva situación, y el monarca le hizo justicia premiándole con el título de conde de Superunda.
III

Juan de Andueza, el libertino, cambió por completo de vida y vistió el hábito de lego de la Merced, en cuyo convento murió en olor de santidad.

EL FRAILE Y LA MONJA DEL CALLAO

Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la historia y la literatura cometí cuando muchacho. Contaba diez y ocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír, entre los aplausos de un público bonachón, los destemplados gritos: ¡el autor! ¡el autor! A esa edad todo el monte antojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas, mal zurcidas, y una docena de articulejos, peor hilvanados, había puesto una pica en Flandes y otra en Jerez. Maldito si ni por el forro consultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejos pergaminos son criadero de polilla. Casi, casi me habría atrevido a dar quince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yo entonces uno de aquéllos zopencos que, por comer pan en lugar de bellota, ponen a Quijote por las patas de los caballos, llamándolo libro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? Porque sí. Este porque sí será una razón de pie de banco, una razón de incuestionable y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todos los hombres a falta de razón.

Como la ignorancia es atrevida, écheme a escribir para el teatro; y así Dios me perdone si cada uno de mis engendros dramáticos no fue puñalada de pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo, hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que, por esos tiempos, no era yo el único malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura. Consuela ver que no es todo el sayal alforjas. Titulábase uno de mis desatinos dramáticos Rodil, especie de alacrán de cuatro colas o actos, y ¡sandio de mí!, fui tan bruto que no sólo creía a mi hijo la octava maravilla, sino que, ¡mal pecado!, consentí en que un amigo, que no tenía mucho de lo de Salomón, lo hiciera poner en letras de molde. j Qué tinta y qué papel tan mal empleados!

Aquello no era drama ni piñón mondado. Versos ramplones, lirismo tonto, diálogo extravagante, argumento inverosímil, lances traídos a lazo, caracteres imposibles, la propiedad de la lengua tratada a puntapiés, la historia arreglada a mi antojo y... vamos, aquello era un mamarracho digno de un soberbio varapalo. A guisa, pues, de protesta contra tal paternidad escribo esta tradición, en la que, por lo menos, sabré guardar respetos a los fueros de la historia y la sombra de Rodil no tendrá derecho para querellarse de calumnia y dar de soplamocos a la mía cuando ambas se den un tropezón en el valle de Josafat. -¡Basta de preámbulo, y al hecho! -exclamó el presidente de un tribunal, interrumpiendo a un abogado que se andaba con perfiles y rodeos en un alegato sobre filiación o paternidad de un mamón. El letrado dijo entonces de corrido: -El hecho es un muchacho hecho: el que lo ha hecho niega el hecho: he aquí el hecho.

I

Con la batalla de Ayacucho quedó afianzada la Independencia de Sudamérica. Sin embargo, y como una morisqueta de la providencia, España dominó por trece meses más en un área de media legua cuadrada. La traición del sargento Moyano, en febrero de 1824, había entregado a los realistas una plaza fuerte y bien guarnecida y municionada. El pabellón de Castilla flameaba en el Callao, y preciso es confesar que la obstinación de Rodil al defender este último baluarte de la monarquía rayó en heroica temeridad. El historiador Torrente, que llama a Rodil el nuevo Leónidas, dice que hizo demasiado por su gloria de soldado. Stevenson y aun García Camba convienen en que Rodil fue cruel hasta la barbarie, y que no necesitó mantener una resistencia tan desesperada para dejar su reputación bien puesta y a salvo el honor de las armas españolas.

Sin esperanzas de que llegasen en su socorro fuerzas de la Península, ni de que en el país hubiese una reacción en favor del sistema colonial, viendo a sus compañeros desaparecer día a día, diezmados por el escorbuto y por las balas republicanas, no por eso desmayó un instante la indomable terquedad del castellano del Callao. Mucho hemos investigado sobre el origen del nombre Callao que lleva el primer puerto de la República, y entre otras versiones, la más generalizada es la que viene de la abundancia que hay en su playa del pequeño guijarro llamado por los marinos zahorra o callao.

A medida que pasan los años, la figura de Rodil toma proporciones legendarias. Más que hombre, parécenos ser fantástico que encarnaba una voluntad de bronce en un cuerpo de acero. Siempre en vigilia, jamás pudieron los suyos saber cuáles eran las horas que consagraba al reposo, y en el momento más inesperado se aparecía como fantasma en los baluartes y en la caserna de sus soldados. Ni la implacable peste que arrebató a seis mil de los moradores del Callao lo acometió un instante; pues Rodil había empleado el preservativo de hacerse abrir fuentes en los brazos.

Rodil era gallego y nacido en Santa María del Trovo. Alumno de la Universidad de Santiago de Galicia, donde estudiaba jurisprudencia, abandonó los claustros junto con otros colegiales, y en 1808 sentó plaza en el batallón de cadetes literarios. En abril de 1817 llegó al Perú con el grado de primer ayudante del regimiento del Infante. Ascendido poco después a comandante, se le encomendó la formación del batallón Arequipa. Rodil se posesionó con los reclutas de la solitaria islita del Alacrán, frente a Arica, donde pasó meses disciplinándolos, hasta que Osorio lo condujo a Chile. Allí concurrió Rodil, mandando el cuerpo que había creado, a las batallas de Talca, Cancharrayada y Maypú.

Regresó al Perú, tomando parte activa, en la campaña contra los patriotas, y salió herido el 7 de julio de 1822 en el combate de Pucarán. Al encargarse del gobierno político y militar del Callao, en 1824, el brigadier don José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces de Somorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumanes, Medina del Campo, Tarifa, Pamplona y Cancharrayada, cruces que atestiguaban las batallas en que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores.

Sitiado el Callao por las tropas de Bolívar, al mando del general Salom, y por la escuadra patriota, que disponía de 171 cañones, fue verdaderamente titánica la resistencia. La historia consigna la, para Rodil, decorosa capitulación de 23 de enero de 1826, en que el bravo jefe español, vestido de gran uniforme y con los honores de ordenanza, abandonó el castillo para embarcarse en la fragata de guerra inglesa Briton. El general La Mar, que era, valiéndome de una feliz expresión del Inca Garcilaso, un caballero muy caballero en todas sus cosas, tributó en esta ocasión justo homenaje al valor y la lealtad de Rodil, que desde el 1° de marzo de 1824, en que reemplazó a Casariego en el mando del Callao, hasta enero de 1826, casi no pasó día sin combatir.

Rodil tuvo durante el sitio que desplegar una maravillosa actividad, una astucia sin límites y una energía incontestable para sofocar complots. En sólo un día fusiló treinta y seis conspiradores, acto de crueldad que le rodeó de terrorífico y aun supersticioso respeto. Uno de los fusilados en esa ocasión fue Frasquito, muchacho andaluz muy popular por sus chistes y agudezas, y que era el amanuense de Rodil. El general Canterac (que tan tristemente murió en 1835 al apaciguar en Madrid un motín de cuartel) fue comisionado por el virrey conde de los Andes para celebrar el tratado de Ayacucho, y en él se estipuló la inmediata entrega de los castillos. Al recibir Rodil la carta u oficio en que Canterac le transcribía el artículo de capitulación concerniente al Callao, exclamó, furioso: -¡Canario! Que capitulen ellos que se dejaron derrotar, y no yo. ¿Abogaderas conmigo? Mientras tenga pólvora y balas, no quiero dimes ni diretes con esos p...ícaros insurgentes.

II

Durante el sitio disparó sobre el campamento de Bellavista, ocupado por los patriotas, 9,553 balas de cañón, 454 bombas, 908 granadas, y 34,713 tiros de metralla, ocasionando a los sitiadores la muerte de siete oficiales y ciento dos individuos de tropa, y seis oficiales y sesenta y dos soldados heridos. Los patriotas, por su parte, no anduvieron cortos en la respuesta, y lanzaron sobre las fortalezas 20,327 balas de cañón, 317 bombas e incalculable cantidad de metralla.

Al principiarse el sitio contaba Rodil en los castillos una guarnición de 2,800 soldados, y el día de la capitulación sólo tuvo 376 hombres en estado de manejar un arma. El resto había sucumbido al rigor de la peste y de las balas republicanas. En las calles del Callao, donde un año antes pasaban de 8,000 los asilados o partidarios del rey, apenas si llegaban a 700 almas las que presenciaron el desenlace del sitio. Según García Camba, fueron 6,000 las víctimas del escorbuto y 767 los que murieron combatiendo.

En los primeros meses del sitio, Rodil expulsó de la plaza 2,389 personas. El gobierno de Lima resolvió no admitir más expulsados, y vióse el feroz espectáculo de infelices mujeres que no podían pasar el campamento de Miranaves ni volver a la plaza, porque de ambas partes se las rechazaba a balazos. Las desventuradas se encontraban entre dos fuegos y sufriendo angustias imposibles de relatarse por pluma humana. He aquí lo que sobre este punto dice Rodil en el curioso manifiesto que publicó en España, sin alcanzar ciertamente a disculpar un hecho ajeno a todo sentimiento de humanidad.

“Yo, que necesitaba aminorar la población para suspender consumos que no podían reponerse, mandé que los que no pudieran subsistir con sus provisiones o industria saliesen del Callao. Esta orden fue cumplida con prudencia, con pausa y con buen éxito. La noticia de los primeros que emigraron fue animando a los que carecían de recursos para vivir en la población, y en cuatro meses me descargué de 2,389 bocas inútiles. Los enemigos, a la décimocuarta emigración de ellas, entendieron que su conservación me sería nociva, y tentaron no admitirlas con esfuerzo inhumano. Yo las repelí decisivamente.”

Inútil es hacer sobre estas líneas apreciaciones que están en la conciencia de todos los espíritus generosos. Si indigna hasta la barbarie y ajena del carácter compasivo de los peruanos fue la conducta del sitiador, no menos vituperable encontrará el juicio de la historia la conducta del gobernador de la plaza.
Rodil estaba resuelto a prolongar la resistencia; pero su coraje desmayó cuando, en los primeros días de enero de 1826, se vio abandonado por su íntimo amigo el comandante Ponce de León, que se pasó a las filas patriotas, y por el comandante Riera, gobernador del castillo de San Rafael, quien entregó esta fortaleza a los republicanos. Ambos poseían el secreto de las minas que debían hacer explosión cuando los patriotas emprendiesen un asalto formal. Ellos conocían en sus menores detalles todo el plan de defensa imaginado por el impertérrito brigadier. La traición de sus amigos y tenientes había venido a hacer imposible la defensa.

El 11 de enero se dio principio a los tratados que terminaron con la capitulación del 23, honrosa para el vencido y magnánima para el vencedor. Las banderas de los regimientos Infante don Carlos y Arequipa, cuerpos muy queridos para Rodil, le fueron concedidas para que se las llevase a España. De las nueve banderas españolas tomadas en el Callao, dispuso el general La Mar que una se enviase al gobierno de Colombia, que cuatro se guardasen en la Catedral de Lima, y las otras cuatro en el templo de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas peruanas. ¿Se conservan tan preciosas reliquias? Ignoro, lector, el contenido de la pregunta.

III

Vuelto Rodil a su patria, lo trataron sus paisanos con especial distinción; y fue el único, de los que militaron en el Perú, a quien no aplicaron el epíteto de Ayacucho con que se bautizó en España a los amigos políticos de Espartero. Rodil figuró, y en altísima escala, en la guerra civil de cristinos y carlistas; y como no nos hemos propuesto escribir una biografía de este personaje, nos limitaremos a decir que obtuvo los cargos más importantes y honoríficos. Fue general en jefe del ejército que afianzó sobre las sienes de doña María de la Gloria la corona de Portugal. Tuvo después el mando del ejército que defendió los derechos de Isabel II al trono de España, aunque le asistió poca fortuna en las operaciones militares de esta lucha, que sólo terminó cuando Espartero eclipsó el prestigio de Rodil.

Fue virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente capitán general de Extremadura, Valencia, Aragón y Castilla la Nueva, diputado a Cortes, ministro de la Guerra, presidente del Consejo de ministros, senador de la Alta Cámara, prócer del reino, caballero de collar y placa de la orden de la Torre y Espada, gran cruz de las de Isabel la Católica y Carlos III, y caballero con banda de las de San Fernando y San Hermenegildo. Entre él y Espartero existió siempre antagonismo político y aun personal, habiendo llegado a extremo tal que, en 1845, siendo ministro el duque de la Victoria, hizo juzgar a Rodil en consejo de guerra y lo exoneró de sus empleos, honores, títulos y condecoraciones. Al primer cambio de tortilla, a la caída de Espartero, el nuevo ministerio amnistió a Rodil, devolviéndole su clase de capitán general y demás preeminencias. El marqués de Rodil no volvió desde entonces a tomar parte activa en la política española, y murió en 1861. Espartero murió en enero de 1879, de más de ochenta años de edad.

IV

Desalentados los que acompañaban a Rodil y convencidos de la esterilidad de esfuerzos y sacrificios, se echaron a conspirar contra su jefe. Clara idea del estado de ánimo de los habitantes del castillo puede dar este pasquín: Como estuvimos estamos, como estamos estaremos, enemigos sí tenemos y amigos... los esperamos. El presidente marqués de Torre-Tagle y su vicepresidente don Diego Aliaga, los condes de San Juan de Lurigancho, de Castellón y de Fuente González, y otros personajes de la nobleza colonial, habían muerto víctimas del escorbuto y de la disentería que se desarrollan en toda plaza mal abastecida.

Los oficiales y tropa estaban sometidos a ración de carne de caballo, y sobrándoles el oro a los sitiados, pagaban a precios fabulosos un panecillo o una fruta. El marqués de Torre- Tagle, moribundo ya del escorbuto, consiguió tres limones ceutíes en cambio de otros tantos platillos de oro macizo, y llegó época en que se vendieron ratas como manjar delicioso. Por otra parte, las cartas y proclamas de los patriotas penetraban misteriosamente en el Callao alentando a los conspiradores. Hoy descubría Rodil una conspiración, e inmediatamente, sin fórmulas ni proceso, mandaba fusilar a los comprometidos, y mañana tenía que repetir los castigos de la víspera.

Encontrando muchas veces un traidor en aquel que más había alambicado antes su lealtad a la causa del rey, pasó Rodil por el martirio de desconfiar hasta del cuello de su camisa. Las mujeres encerradas en el Callao eran las que más activamente conspiraban. Los soldados del general Salom llegaban de noche hasta ponerse a tiro de fusil, y gritaban: -A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores- palabras que eran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a quienes el hambre y la zozobra traían escuálidas y ojerosas.

V

A pesar de los frecuentes fusilamientos no desaparecía el germen de sedición, y vino día en que almas del otro mundo se metieron a revolucionarias. ¡No sabían las pobrecitas que don Ramón Rodil era hombre para habérselas tiesas con el purgatorio entero!
Fue el caso que una mañana encontraron privados de sentido, y echando espumarajos por la boca, a dos centinelas de un bastión o lienzo de muralla fronterizo a Bellavista. Eran los tales dos gallegos crudos, mozos de letras gordas y de poca sindéresis, tan brutos como valientes, capaces de derribar a un toro de una puñada en el testuz y de clavarle una bala en el hueso palomo al mismísimo gallo de la Pasión; pero los infelices eran hombres de su época, es decir, supersticiosos y fanáticos hasta dejarlo de sobra.

Vueltos en sí, declaró uno de ellos que, a la hora en que Pedro negó al Maestro, se le apareció como vomitado por la tierra un franciscano con la capucha calada, y que con aquella voz gangosa que diz que se estila en el otro barrio le preguntó: -¡Hermanito! ¿Pasó la monja? El otro soldado declaró, sobre poco más o menos, que a él se le había aparecido una mujer con hábito de monja clarisa, y díchole: -¡Hermanito! ¿Pasó el fraile? Ambos añadieron que no estando acostumbrados a hablar con gente de la otra vida, se olvidaron de la consigna y de dar el quién vive porque la carne se les volvió de gallina, se les erizó el cabello, se les atravesó la palabra en el galillo y cayeron redondos como troncos.

Don Ramón Rodil, para curarlos de espanto, les mandó aplicar carrera de baquetas. El castellano del Real Felipe, que no tragaba ruedas de molino ni se asustaba con duendes ni demonios coronados, dióse a cavilar en los fantasmas, y entre ceja y ceja se le encajó la idea de que aquello trascendía de a legua a embuchado revolucionario. Y tal maña dióse y a tales expedientes recurrió, que ocho días después sacó en claro que fraile y monja no eran sino conspiradores de carne y hueso, que se valían del disfraz para acercarse a la muralla y entablar por medio de una cuerda cambio de cartas con los patriotas. Era la del alba, cuando Rodil en persona ponía bajo sombra, en la casamata del castillo, una docena de sospechosos, y a la vez mandaba fusilar al fraile y a la monja, dándoles el hábito por mortaja.

Aunque a contar de ese día no han vuelto fantasmas a peregrinar o correr aventuras por las murallas del hoy casi destruido Real Felipe, no por eso el pueblo, dado siempre a lo sobrenatural y maravilloso, deja de creer a pie juntillas que el fraile y la monja vinieron al Callao en tren directo y desde el país de las calaveras, por el solo placer de dar un susto mayúsculo al par de tagarotes que hacían centinela en el bastión del castillo.

LA PROEZA DE BENITES

(Al general don Justiniano Borgoño) El tesorero de Lima escribió una mañana al general Salaverry participándole que tenía en arcas doce mil pesos, y que esperaba mandase por ellos a un oficial con la suficiente escolta, pues el trayecto entre el Carrizal de la Legua y Bellavista lo hacía inseguro un cardumen de montoneros. Los montoneros de entonces eran bandidos que, a la sombra de una bandera, desvalijaban al prójimo. Como siempre, la política era el pretexto. Paseábase Salaverry en la plaza de Bellavista delante de la casa que le servía de alojamiento, cuando recibió la carta del tesorero, y después de leerla tendió la vista en torno, a tiempo que por una de las esquinas cruzaba un oficial.

-¡Capitán Benites! -gritó Salaverry. El oficial caminó la media cuadra que lo separaba del jefe supremo, y después del militar saludo esperó órdenes, mientras Salaverry, sacando del bolsillo una cartera, escribió con lápiz algunas líneas, arrancó la hoja, y pasándola al oficial le dijo: -Tome usted, capitán, aliste un piquete de lanceros y vaya a Lima por el contingente que le entregará el tesorero. Lo aguardo de regreso antes de las cinco de la tarde. -Se cumplirá, mi general -contestó Benites. Saludó y se encaminó al cuartel.

Era el capitán Benites un joven limeño de veinticuatro años de edad, simpático de figura, alegre camarada, respetuoso con sus superiores, nada despótico con los subalternos, querido por los soldados de su escuadrón, bravo, inteligente y honrado. Pero como sólo en los ángeles cabe perfección, tenía Benites el defecto de ser viciosamente aficionado a las hijas de Eva. Habiendo faldas de por medio, el capitancito perdía los estribos del juicio.

Acompañado de un sargento y quince soldados, hizo el peligroso trayecto del Carrizal sin encontrar ni sombra de montoneros. Al pasar por el tambo de La Legua, donde era obligatorio en aquellos tiempos para los viajeros entre el Callao y Lima detenerse a remojar una aceitunita, hizo alto el piquete, y el capitán agasajó a su tropa con una botella del pisqueño. Tocábales a copa por cabeza, lo preciso para enjuagarse la boca y refrescarla.

En el corredor del tambo había un grupo de mozos carcundas, que en compañía de media docena de niñas, de esas del honor desgraciado, estaban pasando un día de campo y de jolgorio. A Benites se le despertó el apetito por una de las muchachas, echó un trago con ella y sus concurbitáceas y siguió a cumplir la comisión.

De regreso, a las tres de la tarde, con cuatro mulas que en zurrones de cuero conducían los doce mil cautivos, volvió a detenerse en el tambo para obsequiar otra botella a los soldados. La parranda estaba en su apogeo. Se zamacuequeaba de lo lindo, con arpa, guitarra y cajón. Hombres y mujeres rodearon al capitán, y la hembra que le llenaba el ojo dijo:
-Bájate, negro de oro, negro lindo, toma una copa, y ven a echar un cachete conmigo. No sé que abunden los puritanos que desairen a una buena moza. El que se crea hombre con entrañas para resistir a la tentación, que levante el dedo. Calculó Benites que bien podía pasar un cuarto de hora en la jarana, y en cinco minutos de trote largo reunirse con sus soldados antes de que llegaran a Bellavista.

Descabalgó y dijo:
-Siga usted, mi sargento, con la fuerza, que ya les daré alcance. Y empezaron a menudear las copas y hubo lo de: -Con usted mi amor se va. -Correspondido será. -Venga una copa de allá. -¡Alza, mi vida!-¡Ya está! y el capitán tomó pareja y bailó una zamacueca por lo fino con lo de: dale fuego a la lata, reina de Lima, si no quieres que te eche mi gato encima; dale fuego a la lata, cogollo verde, y cuídate del perro, que el perro muerde.

Estaba, en lo mejor y más borrascoso de la fuga, cuando ¡pin! ¡pin! ¡Santa Catalina!... ¿Balazos?.. Sí, señor..., balazos. Benites saltó sobre el caballo y partió a escape tendido. Cinco o seis cuadras más adelante del tambo principiaba el Carrizal, y de la espesura del monte habían salido de improviso cuarenta montoneros capitaneados por Mundofeo, bandido que era el espanto del vecindario de Lima y Callao.

-¡Rendirse, que aquí está Mundofeo! -gritó el facineroso, a la vez que su gente hacía una descarga echando al suelo a tres lanceros. Fuese el pánico de la sorpresa o el terror que inspiraba el nombre del bandolero, ello es que el sargento labró en dirección a Bellavista, y los soldados retrocedieron en fuga para Lima. Salióles al encuentro el capitán, los apostrofó, retempló sus bríos y a la cabeza de doce lanceros llegó al que fuera sitio de la sorpresa, en momentos en que ya los ladrones internaban en el monte las codiciadas mulas conductoras del dinero.

Encarnizada, sangrienta fue la lucha. Si bien en ésta Benites perdió otros dos hombres, mató personalmente de un pistoletazo a Mundofeo, y los lanceros ajustaron la cuenta a otros doce bandidos. Los demás hallaron salvación en el monte, no sin que siete cayeran prisioneros. Entre tanto el sargento había llegado despavorido a Bellavista y presentándose a Salaverry, que paseaba en la plaza viendo hacer ejercicio al batallón “Victoria”.

El sargento era un palangana fanfarrón. Dijo que el capitán había abandonado la tropa; que él tuvo que dirigir el combate contra más de cien montoneros, bien armados y mejor cabalgados; que con su lanza despachó media docena de enemigos, y que abrumado por el número, aunque sin recibir rasguño, había tenido que venir a dar parte para que, sin pérdida de minuto, se enviara siquiera un regimiento a rescatar la plata. Salaverry lo oyó sin interrumpirlo, y cuando hubo terminado su relato, que parecía interminable, dijo, dirigiéndose al coronel del “Victoria”: -Cuatro números de la primera compañía y un cabo. Y cinco hombres salieron de las filas.

-Cuatro tiros a ese cobarde. Y el sargento fue a ver a Dios. Salaverry volvió la espalda y entró en la casa donde funcionaba el Estado Mayor. -Dos pliegos de papel de oficio -dijo, dirigiéndose a un amanuense.
-Listos, mi general -contestó éste. -Siéntese usted y escriba.
Salaverry, paseando la habitación, dictó: ORDEN GENERAL.-El Jefe Supremo ha dispuesto que el capitán Benites sea fusilado por indigno y cobarde. -Déme una pluma. Pasóla el amanuense, y Salaverry firmó. -Tome usted el otro pliego y escriba. Y volvió a pasear y a dictar: ORDEN GENERAL.- El Jefe Supremo, que con espíritu justiciero castiga todo acto deshonroso para la noble carrera de las armas, sabe también premiar a los militares que la enaltecen por su valor, y en tal concepto, atendiendo al heroico comportamiento del capitán Benites, lo asciende, en nombre de la nación, a sargento mayor efectivo. Y volvió a tomar la pluma y a firmar.

En seguida salió a la plaza y empezó a pasear delante de la puerta del Estado Mayor. Luego sacó con impaciencia el reloj y consultó la hora. Faltaban diez minutos para las cinco. Benites era, como hemos dicho, muy querido en el ejército, y apenas dictada la primera orden general, uno de sus compañeros, el capitán don Pedro Balta, que estaba en un cuarto vecino a la sala del Estado Mayor, se deslizó por el callejón de la casa, montó a caballo y se fué al camino a tentar, si era posible, dar aviso a su amigo de la triste suerte que le esperaba.

Apenas habían galopado pocas cuadras, cuando divisó a Benites con sus soldados, que a las ancas de la cabalgadura traían los prisioneros. Balta lo puso al corriente de lo que ocurría, y terminó diciéndole: -Sálvate, hermano. El capitán Benites quedó por un momento pensativo. Luego se reanimó y dijo: -A Roma por todo, compañero-. Y volviéndose a la tropa añadió: ¡Pie a tierra! Obedecida la orden, continuó:
-Si me han de fusilar, que me lleven la delantera estos pícaros.

Los siete montoneros se arrodillaron junto a los paredones o tapias de la chacra de Velázquez, y sin más fórmula emprendieron viaje a mundo mejor o peor. Salaverry iba a sacar el reloj para consultar nuevamente la hora y ver si habían pasado las cinco, cuando apareció Benites con sus lanceros, de los que algunos venían heridos.
Antes de que se apeara el capitán, le preguntó el Jefe Supremo: -¿Y el contingente? -Integro, mi general, sin que falte un cuartillo. -Sígame usted. Y entraron en la oficina del Estado Mayor. Salaverry tomó la primera orden general, en que condenaba a Benites a ser pasado por las armas, y le dijo: -Lea usted.

Benites obedeció, y terminada la lectura dijo con serenidad: -Quedo enterado. -Lea usted esta otra prosiguió Salaverry, y le pasó la segunda. Después de la pausa precisa para que el capitán concluyera, continuó: -¿A cuál de estas dos órdenes le dice su conciencia que se ha hecho merecedor? -A la del ascenso, mi general -contestó el capitán con cierta altivez.

Salaverry tomó la primera orden general, la rompió, estrujó los pedazos, haciendo con ellos una bola de papel, y la arrojó por la ventana. -Vaya usted, señor mayor, entregue en comisaría el contingente, y véngase a comer conmigo.

***
Así estimulaba y premiaba Salaverry, el loco Salaverry, el valor militar. ¿Por qué, Dios mío, no favoreciste al Perú con muchos locos como ése? ¿Qué mucho, pues, que los vencidos en Socabaya se hubieran batido como leones y muerto heroicamente, ya en el campo de batalla, ya en el cadalso, o soportado con la resignación serena del valiente el destierro en Santa Cruz de la Sierra? No los venció el esfuerzo de los contrarios; los venció el destino.

MANUEL ASCENCIO SEGURA

Manuel Ascencio Segura (Lima, 1805-1871), en sendos artículos de costumbres, tal como en Me voy al Callao, cuestiona de modo pintoresco el modus vivendi y operandi de acceder a un nuevo estatus, cuando no al poder mismo, en el seno de una sociedad cada vez más enraizada en una incipiente República, en el que impera el chisme de callejón, el servilismo gratuito como el mejor tesoro, el interés y la codicia a flor de piel, el arribismo cuando no, la conspiración mejor como en todo tiempo y lugar, en el que las taras de toda una sociedad y no la virtud es sustantiva y las altas traiciones sublimadas con despropósito y poco disimulo: (No habrán transcurrido seis meses de engreimiento y de ventura, cuando mi amada consorte ha dado al traste sus mimos, su recogimiento y su ahorrativa. Ya no hay diversión pública a la que no asista, y a la que no se presente de todo TECUM en contrapunteo con la más encopetada. Ya no escucha mis consejos ni mis súplicas, y lo más del tiempo se la lleva revoloteando por esas calles, como palomita de Santa Rosa, a costa de mi crédito y de mi bolsillo.).

ME VOY AL CALLAO

De vuelta y vuelta (como dicen los náuticos) me mantenía yo a la vista del puerto haciendo ostentación de mi destreza, cuando un viento recio que sopló de improviso me hizo dar fondo con la nave donde menos lo pensaba. Quiero decir, que era yo uno de esos enamorados pisaverdes y veletas, para quienes no hay mujer que no tenga su pero, a pesar de que a cuantas ven tantas quieren, y que envuelto entre las damas me mofaba a mis anchas de la credulidad de unas, y de la sensibilidad de otras, cuando una que supo más que todas me atrapó en debida forma, y me hizo fijar en ella mi volátil imaginación.

Esto supuesto, me parece que nadie pondrá en duda, que soy casado y velado según los ritos de nuestra Santa Madre Iglesia. Mi esposa, que ahora se llama Julieta, y cuando la conocí doña Juliana, no es de aquellas hermosas que digamos; pero tiene un par de ojos (de lomillo matador como dicen los gauchos) tan negros y hechiceros que no hay más que pedir; una patita, que por vérsela sacar se puede caminar de luengas tierras; y un andandito tan gracioso que me ha dado, y me da, no pocos quebraderos de cabeza; pero sea dicho en justicia, creo prudentemente que no ha sufrido detrimento mi estatura desde que me casé, lo que es algún consuelo ciertamente para un hombre casado, y más si es pobre como yo.

Los primeros días de nuestro matrimonio, fueron como los primeros días de todos los matrimonios; esto es, contemplaciones mutuas, mucho amor, nada de interés, y extensos y alegres planes para lo futuro. Entonces mi querida mitad no se hallaba un instante sin mí, y sollozaba, y hacía mil pucheritos cuando mis ocupaciones me obligaban a salir de casa. Todo lo compraba por mitades, porque decía que así daban buen mercado, y que era necesario ser económicos para dejarles algo a los hijos. Entonces todo su entretenimiento consistía en componerme la corbata, o sacudirme el vestido, y era tan poco callejera, que me costaba infinito que saliera a misa los domingos.

Hinchado como un pavo me tenía la posesión de una alhaja tan valiosa, y no la hubiera cambiado, ni por una presidencia, que es el bocado más apetecible en nuestras repúblicas nacientes; pero ¡oh inestabilidad de las cosas de este mundo! No habrán transcurrido seis meses de engreimiento y de ventura, cuando mi amada consorte ha dado al traste sus mimos, su recogimiento y su ahorrativa. Ya no hay diversión pública a la que no asista, y a la que no se presente de todo TECUM en contrapunteo con la más encopetada. Ya no escucha mis consejos ni mis súplicas, y lo más del tiempo se la lleva revoloteando por esas calles, como palomita de Santa Rosa, a costa de mi crédito y de mi bolsillo.
Si va a judíos a comprar seda o agujas, se pone zapato de raso nuevo y tan ajustado, que a la vuelta lo trae roto o destalonado, y por supuesto inservible. La media no se diga, ha de ser del día, y el pañolón de los más ricos y de moda. Si compra un traje, lo hace pedazos o lo regala antes de que lo cosan (que ella nunca cose) porque vio otro que tenía una pintita más de los mangotes); y si alguien le dice que en tal tienda lo hay más fino o de más precio, no para hasta comprarlo, rompiéndolo también si no se lo alaban sus amigas. Antes dejará el sol de salir que falte ella a la Ópera y a la Comedia; y como lo primero vale más, es lo que más le cuadra, aunque no por eso pierde la afición a lo segundo.

Todas las mañanas se levanta muy temprano (cosa rara en limeña) a tomar leche y comprar mixtura en los portales; todas las noches da su paseo por el Puente, terminando la jornada donde ña Aguedita, con seis u ocho copas de helados y sus respectivos adyacentes. Para remate de fiesta, es tan afecta a camaradas, que mi casa parece un jubileo según entran y salen, y todas han de almorzar y comer a mis costillas, sin que sirva de escapatoria no haber candela en los fogones, porque en tal caso se acude a la fonda o a las vendedoras que pasan por la calle. Rodeada de estas sanguijuelas, pasa mi señora todo el día con el cigarro en la boca, hablando de la última moda, de la milicia, (porque hoy están las mujeres muy metidas en la milicia) y de la vida y milagros de cuantas conocen y desconocen; y si yo la llamo o la distraigo por casualidad, desata Dios su ira y me pone de oro y azul a desvergüenzas.

Una de estas camaradas, (cuyo nombre me molesta recordar) se sacó ahora tres semanas una suerte de a ciento veinte y cinco, y después de conferenciar con su marido, que es tan pobre, o más que yo, sobre si comprarían criada, pondrían chocolatería, o harían un paseo con la plata, se decidieron por este último; y dicho y hecho, se mandaron mudar al Callao en donde están por mal de mis pecados.

Mi mujer, que como algunas de su sexo tiene mucho de envidiosa, no ha querido ser menos que ella, y desde que se fue no me deja resollar con la maldita cantaleta de llévame al Callao. En vano son reflexiones y cariños; esto es tiempo perdido. Todo lo que huela a negativa la irrita y desespera, y le hace echar la casa abajo a gritos y reniegos. –Julieta, le decía yo el otro día en un rato que estaba la cosa en calma, ¿de dónde quieres que saque para esos gastos? tú sabes que mis entradas son escasas, ¿no te doy gusto en cuanto alcanzan? Entra en razón; no acibares mi vida con tus majaderías– Aguante usted, me contestó al momento poniéndose como una furia, aguante usted.

–Mira, Julieta… –¿Qué no es más que tener mujer? El que quiera celeste que le cueste. –¡Ya ves cómo está el tiempo! –¿Para qué se casó usted si no podía sostener sus obligaciones como corresponde? –Tiene usted razón. –¿Por qué no lo vio usted bien antes de hacerlo? –Tiene usted razón. –No da el que puede sino el que quiere. –¿Pero en qué te falto yo? ¿no tienes lo necesario? –¿Qué me ha dado usted? ¿qué me ha dado usted?, (y esto me lo decía metiéndome las manos por la cara) ¿qué dirá quien lo oiga a usted? –¡Válgame Dios! Julieta, sosiégate. –Últimamente, no me venga usted con sermones: lo dicho,
dicho. Dos mundos han de haber aquí si no me lleva usted al Callao.

–¿Quieres que por darte gusto salga con un trabuco a los caminos? –No sé nada, lo que quiero es ir al Callao, y haga usted lo que le parezca. –Pero, ¿qué necesidad hay de estos paseos? –Estoy enferma, sépalo usted; las cóleras que usted me da, me tienen así, y si no me baño en el mar, me voy a caer muerta de repente. –¡Dios no lo permita! –Por otra parte, así como la ven a una así la tratan; dirán las gentes que soy una miserable, de mal gusto, y qué sé yo lo que dirán si no concurro a todas partes. –A muchas ha perdido ese modo de pensar. –He dicho que no oigo nada. Al Callao, al Callao, y basta de adefesios. –¡Ya me falta la paciencia! Escucha, Julieta. – Bien me aconsejaban que no me casase con usted. –¿Pero qué ha sucedido con mil santos? –¡Y yo tan cándida que lo fui a hacer, despreciando a otros que me querían tanto!

–Acabemos, Julieta, porque si no… –¡Pobre de mí! porque me ve usted sola me maltrata y me … ¡Qué desgraciada soy! ¿Así paga usted el amor que le tengo? Y aquí siguieron los jerimiqueos y torciditos, que tan bien manejan las hijas de Eva cuando les tiene cuenta. A pesar del geniecito de mi mujer, confieso francamente que aún no me ha hecho perder la ilusión, y que me gusta más, llorosa aunque me engañe, que altiva con ingenuidad. Ella que conoce mi débil, porque para esto tiene las mujeres un olfato muy fino, me ataca por ese flanco y con un par de lagrimones me pone más blando que mantequilla, ¡así le sucede a tantos! No hubo, pues, remedio: terminado el diálogo que llevo referido, salí de mi casa como un cohete, resuelto a llevar al Callao a mi Julieta, aunque tuviera que hacer por ella los mayores sacrificios; y escarba aquí, y araña acá, conseguí al fin algunos reales, con los que si Dios fuere servido, se pondrá manos a la obra.

Cuando le comuniqué mi decisión no supo qué hacerse conmigo; me abrazaba, me besaba (es preciso acordarse que soy casado) me llamaba su amigo, su padre, su alma, su vida, su corazón, y qué sé yo qué otras cositas que tan dulcemente suenan al oído de un enamorado; ¡pobrecita! ¡estaba tan linda!… ¡Hombres! ¡hombres! mientras más viejos más muchachos. ¡Bien dijo quien dijo, que la mujer era el demonio! Concluido este acto, empezó a dar sus órdenes, y hacer los preparativos para el viaje. Seis u ocho costureras han estado ocupadas muchos días en armarle los trajes, toneletes y camisones; de modo que mi casa ha parecido una sastrería en todos ellos. Ha hecho un acopio disforme de sombreros, cintas, alfileres, colores, olores, y qué sé yo cuántos otros cachivaches; y hasta las mamparas las ha quitado de su sitio para llevárselas. Paso por alto la tierna y larga despedida que ha hecho a sus camaradas, porque esto sería nunca acabar; baste decir que a todas les ha ofrecido mandar por ellas para que la acompañen unos días, y que, para ayudármela a querer, se lleva a dos de sus íntimas.

El coche y los carretones están ya en la puerta. Me voy al Callao. ¡Quiera el cielo que no se le ponga a mi Julieta volverse de la Legua! ¿Si seré yo solo quien tenga en Lima una mujer tan antojadiza y paseandera? ¡Quién sabe!

CARLOS EMILIO SILES
Nació en el Callao el 20 de marzo de 1865 y murió en Lima el 23 de setiembre de 1888. Su poesía se encuentra dispersa en El Callao, El Perú Ilustrado, El Progreso, La Revista Social, etc. Perteneció al Círculo Literario que lideraba Manuel González Prada. Entre sus poemas destacan Canto al Callao, Reminiscencia, Pinesa, Rondel, Mar.
ABRAHAM VALDELOMAR

Valdelomar nace en Ica el 27 de abril de 1888 en el hogar de sus padres Anfiloquio y Carolina ubicado en el jirón Arequipa No. 286. Respecto a su vida y obra que abarca diferentes géneros de la creación literaria, se han publicado numerosas antologías, ensayos, crítica y ediciones sea parciales o íntegras, considerándosele unánimemente como uno de los escritores fundamentales de la literatura peruana. Al respecto nuestro máximo poeta peruano universal, César Vallejo, en 1918 vierte los siguientes conceptos: “Con Abraham Valdelomar, el artista proteico, la literatura americana presenta su primer esteta. Después de José Enrique Rodó, el divino maestro del optimismo, profeta mayor y primer capitán de energía espiritual, surge el Conde de Lemos, este joven maestro del idealismo y de lucha”. Por su parte Estuardo Núñez, señala: “Pocos escritores del Perú, de América o del mundo han podido realizar en lapso semejante, una obra literaria tan estimable en cantidad y calidad”. En efecto, Abraham Valdelomar vivió solo 31 años, de los cuales se puede considerar 15 años útiles espigando todos los campos de la actividad intelectual.

El Congreso y el Pueblo. Conferencia que la Juventud Universitaria de Lima ofrece al pueblo del Callao. La disertación se llevó a cabo el sábado 29 de junio de 1912, en el Teatro Municipal del Callao a petición de los obreros del Puerto, Club Billinghurista y Operarios de la Factoría de Guadalupe. El evento se inició a las 9.l5 de la noche y culminó pasada las 11:00 con una espectacular asistencia, pues las localidades de platea, galería, cazuela, pasillos y proscenio estuvieron totalmente colmadas. Al término de la conferencia Valdelomar fue acompañado y despedido en la calle Washington donde abordó el ferrocarril eléctrico. “El Callao es y ha sido siempre un gran pueblo; su historia es una magna epopeya, donde los hechos heroicos se han sucedido con admirable frecuencia” dirá Abraham Valdelomar. El texto de esta conferencia se publicó en El Puerto (Diario Local) el día domingo 30 de junio 1912 en la primera página a cinco columnas.

RIMAS
¿Cómo pueden tratarse, me decías,
tan mal los que eran del amor esclavos?
Al verlos en camino diferente,
uno lejos del otro, y siempre airados.
Y yo te contesté: -Sino el hastío
o la muerte o la ausencia, el desengaño
¡ay! constituye la postrer escena
de un drama para ti no comenzado.
"Gracias" te dije en el salón del baile
al mirar tu sonrisa, y que apoyada
en mi brazo, del seno desprendida
una flor cariñosa me brindabas.
Poco tiempo después cuando ofrecías
a otros una flor, y -coincidencia raraasimismo
apoyándote en su brazo
te vi y te dije sin pensarlo: "Gracias".

RONDEL I

Tu corazón, emblema de ternura,
y de inocente amor y de piedad,
aún no ha sentido el dardo de amargura
con que la suerte, caprichosa y dura,
a otros hirió desde temprana edad.
Dios lo conserva así -flor en capullo
que deshojar no puede el aquilón,
duerme a compás del material arrullo
tu corazón!
Pero mañana que a su puerta llame
el ser ¡oh virgen! que sincero te ame
si honra su nombre y ves que al pordiosero
y a los que sufren tiene compasión:
¡que palpite y no duerma -dale entero
tu corazón!

TRISTEZA

¡Ah! yo quisiera preguntarte a solas
por qué ha nacido la tristeza en mi alma,
y al comenzar mi vida me abandona
ya la esperanza!
Yo no te miento. Lo que en mí se agita
no es, como en otros, el afán de honores,
gloria y fortuna, que en su corta vida
quisiera el hombre:
Es un recuerdo que, perenne y vivo,
deja en mi frente su señal de duelo,
es de tu imagen el que va conmigo
grabado interno.
¡Y aún no conoces mi pasión! Oculta
la ha conservado para ti mi suerte
¿es que deseas que por ser tan pura
te la confiese?
¿Mas, para qué? Muy pálida es mi estrella,
tú eres la rosa del jardín bendita,
yo nada tengo... y el amarte fuera
una osadía...
¡Sí, yo quisiera preguntarte a solas
por qué ha nacido la tristeza en mi alma,
y al comenzar mi vida me abandona
ya la esperanza!
RONDEL II

Flores del alma, sueños de ventura,
de amor y gloria que forjó el poeta,
pasado habéis como en la noche oscura
raudo meteoro -cual veloz saeta
que un solo instante en el espacio dura.
¡Oh cuán sereno el porvenir lucía!
¡cómo del triunfo conseguir la palma
soñé feliz al cultivar un día
flores del alma!
Y hoy, que en el punto aún de la partida
me fatigó el camino de la vida,
en medio al mundo para mí vacío,
¡cuánto he llorado la perdida calma,
las que arrancara el desengaño impío
flores del alma!
RIMAS
¿Cómo pueden tratarse, me decías,
tan mal los que eran del amor esclavos?
Al verlos en camino diferente,
uno lejos del otro, y siempre airados.
Y yo te contesté: -Sino el hastío
o la muerte o la ausencia, el desengaño
¡ay! constituye la postrer escena
de un drama para ti no comenzado.
"Gracias" te dije en el salón del baile
al mirar tu sonrisa, y que apoyada
en mi brazo, del seno desprendida
una flor cariñosa me brindabas.
Poco tiempo después cuando ofrecías
a otros una flor, y -coincidencia raraasimismo
apoyándote en su brazo
te vi y te dije sin pensarlo: "Gracias".

RONDEL I

Tu corazón, emblema de ternura,
y de inocente amor y de piedad,
aún no ha sentido el dardo de amargura
con que la suerte, caprichosa y dura,
a otros hirió desde temprana edad.
Dios lo conserva así -flor en capullo
que deshojar no puede el aquilón,
duerme a compás del material arrullo
tu corazón!
Pero mañana que a su puerta llame
el ser ¡oh virgen! que sincero te ame
si honra su nombre y ves que al pordiosero
y a los que sufren tiene compasión:
¡que palpite y no duerma -dale entero
tu corazón!
CANTO AL CALLAO

(fragmento)
Mientras más en la lucha y bajo el peso
de la vida mi cuerpo desfallece,
siento como que crece
en mí el deseo de cantar, por eso
hoy volviendo a mi cuna la mirada,
la nota arranco para ti guardada,
Callao, del arpa mía.
Mucho tiempo durmió: no me atrevía
tras las muchas que alcé trovas vulgares
a elevar hasta ti débil acento...
Salve región amada
fecundo hogar de la inspiración y aliento,
do se lleva en la mano,
con la nobleza que heredó de España;
el generoso corazón peruano;
donde es el pueblo altivo,
como la mar que tus contornos baña;
donde reinar contemplo
la verdadera democracia, vivo
el sentimiento de la patria, y tiene
el trabajo su culto en los hogares,
la caridad su templo
y el pensamiento libre sus altares!
Todo es soberbio en ti! La alta barrera
de San Lorenzo que a la vez defiende
de los vientos y el mar la anclada nave
y la playa que cóncava se extiende;
tu Dársena que avanza cual si fuera
la mano del progreso que pretende
las aguas apartar de su ribera;
y en la hora vespertina,
bañando en sus fulgores
ese tu Real Felipe de otros días,
con sus viejos, graníticos torreones,
en cuyos hondos huecos,
con el solo rumor de nuestro paso,
aún nos parece despertar los ecos
de la voz de Rodil!...
Recopilación: Jorge LUNA MORÁN.